Durante el pasado Congreso celebrado en Übeda-Baeza (extraordinaria organización), y durante la conferencia magistral del «maestro» Enrique Ponce, el mismo, fue presentado tanto a los asistentes como a los medios de comunicación, con la disertción….
Si, como se dice por ahí, ser torero es casi imposible y ser figura es u n milagro, ser Enrique Ponce es algo que entra directmente en la consideración de prodigio. No es posible encontrar en la moderna historia del toreo un hombre que haya sido capaz de aunar el conocimiento, las condiciones, la inteligencia y, ¿por qué no decirlo?, la fortuna que se ha coaligado, en concurrencia cósmica, para dar a luz a este Enrique Ponce Martínez, Enrique Ponce en los carteles.
Se trata de ofrecer una visión sobre el matador de toros sin el cual no se puede explicar la Historia del toreo en los últimos veinticinco años. Esa longevidad en el desempeño de un oficio tan duro, ésas cifras apabullantes que jalonan la carrera de enrique Ponce, ése vértigo de triunfos y éxitos en las Plazas de más exigencia con toda suerte de ganaderías, serviría por si mismo como aval y explicación de que nos encontramos frente a un torero extraordinario, del cual tengo la convicción de que sus insólitas facultades proceden de una característica personal que es absolutamente desusada en nuestros tiempos, como es la de intentar comprender al toro en cada caso. No creo que haya nadie que pueda decir que ha visto oa Enrique Ponce tratar de imponer sus argumentos al toro, así, a las bravas, a pura fuerza bruta, como tantas tardes vemos incluso a matadores de larga carrera. Ponce, siempre ha tratado de entender de entrada al toro, de ver sus características, de no apabullarle desde el inicio con su imponente suficiencia. Ponce siempre ha tratado de establecer con el toro una relación casi de amistad, convenciendo al burel de que allí no pasa nada, sin violencias, sin desengañarle, haciéndole tomar confianza. Ponce se mete en la cabeza del toro queirendo entenderle, y no le chasquea con la suficiencia de su muleta, sino que más bien le propone un juego, juego en el que el toro, sinsaberlo, llevará las de perder; pero juego en el que Enrique Ponce se esfuerza por mantener equilibrada la relación, por no hacer prevalecer ante el animal al gigante que el torero lleva dentro, por trazar una generosa relación de igualdad que no apabulle y desengañe al oponente. Y así, casí sinsaberlo, es como el toro se vé envuelto en la celada que le tiende el torero, en una espiral de la que ya no podrá salir, pues poco a poco, Ponce, le irá exigiendo más y más, exprimiéndole según sus características, labrando la obra de la faena que termina con el animal someteido, entregado, toreado, demandando la muerte. Se dijo del gran Domingo Ortega, que poseía una mano de acero en guante de seda y, ésa precisa imagen que tan bien define al torero de poder, es también ajustada para reflejar la firmeza que se contiene en los modos tan firmes y delicadamente dominadores de Enrique Ponce.
Y siendo lo anterior importante, pues en ésa concepción de la relación del torero con el toro, es donde se afirma lo que enseguida vendrá, la cosa quedaría coja si el torero no poseyese una Tauromaquia propia, entendiéndose p or «Tauromaquia» al modo de Hillo o, sobre todo, de Montes» como un completo sistema que constituye la base del toreo, es decir, lo que se hace y lo que no se hace, los pases que se dan y los que no se dan, y la utilidad relativa de cada uno de ellos en el conjunto de la faena. Ponce define a lo largo de su carrera una perfecta Tauromaquia asentada en los tres grandes principios del toreo: la verónica, el pase regular o natural y, el redondo, los pilares de la sabiduría taurina. Y eso desde el mismo principio. El día de su presentación en Madrid, frente a un áspero novillo de Lupi y, un torito de La Fresneda, rebrincado y violento, un niño vestido de blanco, coloca sus sólidos argumentos sobre el albero de Las Ventas, inapelablemente, echando el trapo por delante, cargando la suerte en el embroque, ligando los p ases, construyendo sus faenas sobre la indiscutible firmeza de ideas de aquel chiquitín que demostraba a quien quisiera o supiera verlo, lo innato de sus condiciones, que le habrían llevado a ser torero gorande en cualquiera de las épocas del toreo. Aquella tarde tan crucial, otoño madrileño del ((, se reveló la dimensión de un novillero que venía arreando de firme, novillero al fin, con la tosquedad que se le pueda achacar en aquellos momentos iniciales, pero que en la memoria ha sido relegada por la brillante precocidad de sus planteamientos toreros. Enrique Ponce aquella tarde mató mal, acaso su estatura no le daba para más, y posiblemente esa sea la nota menos halagüeña de una brillante presentación que quedó grabada hóndamente en el recuedo de todos aquellos que la contemplamos.
Antes de dijo de paada, pero conviene repetirlo, que Enrique Ponce habría sido torero de los grandes en cualquier época del toreo. Ponce habría alternado en Ronda con Pedro Romero ante toros del Real Convento de Santo Domingo, de la ciudad de Xerés, con Rafaél Molina en el viejo coso cordobés de Los Tejares, ante los del Duque de Veragua, con Gallito en la Plaza de Toros de Sevilla ante los de Santa coloma, con Marcial Lalanda en l Plaza Vieja de Madrid, ante los de Surga, con Antonio Bienvenida en Las Ventas frente a los de Graciliano… Hay toreros que son de su época y los hay, como Enrique Ponce, que son de todas las épocas. Pedro Romero dijo de Paquiro, otro que habría sido un torero inconmensurable en cualquier época, que «a ése le había parido una vaca», y tal habría dicho si hubiese tenido la oportunidad de contemplar los modos taurómacos y la suficiencia del que nosin razón ha sido etiquetado como e»el sabio de Chiva».
A Enrique Ponce, como le ocurrió a Guerrita y a Gallito, le ha pasado factura en cierto modo su capacidad. El torero largo, el torero que puede, el torero de firmeza siempre nos da la impresión de hallarse en inferioridad de condiciones frente al llamado torero del pellizco. Parece que las gentes a menudo se decantasen en la admiración al torero irregular, al de las broncas, haciendo un poco de menos al que está bien y cumple sobraamente su cometido cada tarde. Son cosas propias del alma humana, tan insondable, porque acaso muchos busquen en los toros la emoción extrema que no nace estrictamente de la lidia y no se conformen con la admiración de la solvencia en el oficio, del rigor en el planteamiento y del orden enla resolución del problema que siempre es el toro. En ese sentido nos reafirmamos en que los modos de Enrique Ponce son habitualmente un regalo al aficionado observador, a aquellos que acudimos a la Plaza principalmente a ver a la razón triunfar sobre el bruto. Nadiehabría dicho a Ponce, como Valle-Inclán a Belmonte «a usted sólo le resta morir en la Plaza», porque de la suficiencia taurómaca de Ponce, parece que quedase excluida la cornada, por más que siempre esté ahí presente su presencia y él las haya sufrido en sus carnes. Es tal la seguridad que transmite frente al toro que, a veces, hace olvidar que la esencia del rito es el riesgo y por eso ante el ignaro aparece como fácil la obra que está labrando en el redondel, que es la decantación de su oficio y de su particular interpretación de la tauromaquia al servicio de vencer al toro y evitar la cogida aplicando «el perfecto conocimiento de las reglas del arte» del que con completa vigencia contemporánea hablaba Paquiro en su mamotreto.
A lo largo de mis palabras, deseo quede dibujado Enrique Ponce, con provechosa inteligencia. Y como contrapunto personal, diré que en mi condición de Presidente de la Plaza de Toros de Las Ventas, me cupo la obligación de p residir la corrida del día 22 de mayo de 2002, la tarde en que Ponce abrió la Puerta Grande de Madrid por última vez hasta el día de hoy, tarde de emociones enfrentadas en la que por momentos, se produjo una fuerte división entre los espectadores, división que explica bien a las claras que hablamos de un torero que a nadie deja indiferente. Llegaba Enrique Ponce a su cita con Madrid, Plaza en la que cuenta con una legión de seguidores, de la cogida sufrida en Sevilla por un toro de Parladé, en una tarde de enorme pundonor en que remata su faena y tumba al toro llevando dentro una considerable cornada. Se aprueba la corrida de Madrid, tras diversas vicisitudes en el reconocimiento, con cuatro de Javier Pérez-Tabernero y con dos de José Luís Pereda, de los que uno y uno irán a las manos de Enrique Ponce. En su primero, el recibo con el capote es un tratado del toreo de capa a base de tres verónicas de manos bajas y un final marca de la casa en el que enhebra una media, una revolera y una larga. En el quite construye un monumento al toreo a la verónica rematado con una media de las que pintaba Roberto Domingo, un cartel de Toros. Y luego, con la franela, la lección total y asolerada del torero hecho, del hombre que se ha cuajado en el ejercicio de su oficio, negociando con el toro como suele en el inicio de la faena, ajustándose una vez más a las condiciones del astado, bajando la mano y prolongando los muletazos más de lo que en él es costumbre para ir encelando al animal, y una vez que lo tiene, ofrecerle la distancia precisa para trazar el toreo al natural, remantando con la orfebrería del natural ligado con un derechazo, cambiándose de mano la muleta por la espalda, acaso el momento en que muchos se rinden al toreo en aquella tarde. Remató su labor en su primero dejando arriba una soberbia estocada, ejecutada con arreglo a las normas del arte, atacando en rectitud al morrillo del toro. Faena de dos orejas. Y, en su segundo, un cinqueño de Pereda, dicta un tratado de tauromaquia, en el que explica toda una teoría de las distancias y de cómo alargar el recorrido del animal a base de consentirle, poniendo a funcionar, una vez más, su cabeza dría de gran torero al servicio de su obra, planteando un trasteo compacto y riguroso, sólo al alcance de pocos privilegiados, elaborado a base del toreo en redondo, inspiradamente traza la transición mediante una trinchera y el pase de las flores, y continúa por naturales de frente, quedando su labor punteada de ayudados por bajo de sabor añejo y de pases de pecho enque se saca al toro por la hombrera. Cobra una estocada desprendida y obtiene otra oreja. Incontestable triunfo de un gran torero, tarde de emociones encontradas donde la exigencia de algunos para con Ponce fue extremada, y acaso deba ser así cuando nos enfrentamos a figuras de una dimensión tan elevada. También le pasó a Gallito en Madrid.
Deliberadamente, en las líneas que anteceden, se ha obviado hacer referencia a la dimensión de artista de Enrique Ponce. Por desgracia el término se encuentra tan menospreciado y se aplica sin tasa a personajes de vuelo tan corto y de interés tan relativo que es casi mejor no confundir al lector aplicando a untorero que encierra una complejidad de tal magnitud, un término tan restrictivo. A cambio, digamos que Enrique Ponce posee gusto, posee esa desusada elegancia que emana de la naturaliad, de lo que no impostado, y que posee el clasicismo de lo que no se puede hacer mejor, que es lo que «arrematao» en palabras de Rafaél «El Gallo».
Porque Enrique Ponce es, con toda seguridad, el toreo más completo que nos será dado ver en nuestra época, naturalmente el Excmo. Sr. D. Enrique Ponce Martínez.