Por favor, una pizca de su valor
En tiempos de infinitos lacayos a merced y servicio del odio, dentro de una sociedad envainada hacia el abismo por su estrepitosa falta de valores, todavía existen héroes capaces de edificar un Taj Mahal en segundos, con bóvedas y cúpulas hechas por suspiros de vida, por manos valientes y milagrosas. Por ese hálito de esperanza constante que mantiene en penitencia al más ateo. Esos héroes, a día de hoy, se hacen llamar cirujanos, sin más, pero llegará el día en que los homenajes a título póstumo servirán de poco, cuando verdaderamente veamos necesario beatificarlos como mínimo, tras reconocer su sitio dorado dentro de la parte más oscura de la historia del toreo. Si tuviera que pedir un favor que me sirviera como estímulo para entender mejor la vida, sería un poquito de su valor para dar sentido a la muerte.
El pasado domingo, la plaza de Zaragoza volvía a ser testigo de un episodio dramático, dantesco y que ponía delante de los ojos la eucaristía más sagrada de la tauromaquia: la entrega de la vida. En el último festejo de la Feria del Pilar, el banderillero Mariano de la Viña era brutalmente cogido por el cuarto toro de Montalvo, dejando casi toda su sangre en el albero maño de La Misericordia y con el síntoma generalizado en toda la afición de que la vida de otro torero se iba camino de la gloria. Esa gloria que ya han tocado en la tierra extraterrestres como el doctor Val-Carreres o Máximo García Padrós, entre otros. Porque no es humano tener la capacidad de ir redactando un terrorífico parte facultativo en tu cabeza, como fue el de Mariano, con la máxima serenidad, mientras tus manos se ocupan de devolver a la luz a un torero que tienes delante por la sinrazón para muchos de haber regalado su vida y sin nada a cambio, a esa bestia que casi se la quita minutos antes. “La situación era cataclísmica. Suena demasiado fuerte dicho por cualquiera, pero en boca de un cirujano jefe de una plaza de toros se presentía como algo apocalíptico. Con todo y con eso, el doctor Val-Carreres logró sacarlo adelante. Deben de ser los aires que bajan del Moncayo, que curten voluntades.
La vergüenza torera y humana de Miguel Ángel Perera rastrillando el charco de sangre del subalterno es sin duda la consecuencia que evidencia lo poco que hay de juego en esta profesión, la verdad intrínseca de jugarse la vida cada tarde, dando a entender con ese durísimo gesto que lo que se acababa de vivir era la cara más dura de la tauromaquia, la que nadie quiere ver y con la total seguridad de que pese a todo había que seguir honrando la liturgia de este rito, dando continuidad a la lidia y a la tarde. Así fue y al extremeño también le tocó pagar su tributo del manso sexto, el cual le infería una cornada de dos trayectorias en la cara posterior de la pierna derecha. Entró en la enfermería pidiendo que por favor salvaran la vida de Mariano, que él podía esperar. ¡Como los del caballo del Espartero, Perera! Eso es el toreo.
Tras la ‘última hora’ del domingo, los villanos se lanzaban en tromba por las redes sociales, a ver quién llegaba más lejos con el chorro de vómito más desalmado. La ingenuidad y la falta de personalidad que obedecen a las corrientes radicalizadas del falso ecologismo han hecho desnaturalizar la muerte de los animales haciéndola protagonista de una tragedia, sin tener en cuenta absolutamente nada de su vida. Solo le dan importancia cuando se la quitan. A eso se agarran todos estos aduladores del pensamiento único, del gusto o modo de vida al que nos quieren obligar a aceptar y, por supuesto, del infame humanismo del que dicen ejemplificar con sus acciones.
Un día antes del terrible suceso de Zaragoza, Máximo García Padrós hacía lo propio en su ‘despacho’ venteño con Gonzalo Caballero. El madrileño entraba en la enfermería con la femoral seccionada en pedazos, después de morir matando, una vez más -y como ya lo hiciera el 21 de mayo en el mismo lugar-, con su primer toro de Valdefresno, teniéndole que transfundir hasta seis bolsas de sangre.
A él le había brindado el toro y Gonzalo no obedeció al destinatario cuando éste le respondió. Padrós le ordenó que no lo quería ver salir por la puerta que custodia su bata blanca, sino por la grande: la Puerta de la Gloria. A día de hoy, su evolución es favorablemente lenta que hace alejarle afortunadamente del peligro pero, horas atrás, el ángel de la Monumental había obrado otro milagro. Y como en ciertas faenas, muchos ni se enteraron. O no se quisieron enterar cuando decidieron proseguir la fiesta en los bajos del 10, donde corrían la ginebra y los gritos cuando, a escasos metros, lo que corría era la sangre de un torero. Por cierto, muchos de ellos son los que dicen ser sus amigos. Qué lástima.
La temporada ha sido, con diferencia, de las más duras que se recuerdan en cuanto a cornadas y percances se refiere. Un año lleno de sinsabores y múltiples hostilidades en plazas y calles, por el vacío que dejan esas heridas que encogen el alma y hacen a uno ser un cero a la izquierda cuando te quejas de un mal día en el trabajo. Los toreros son ejemplos latentes de ser los últimos héroes modernos. Bueno, los penúltimos, porque sus ángeles de la guarda, llamados cirujanos, son los encargados de cerrar ese círculo que permite devolver al artista a su hábitat natural, al hombre donde su vida solo la cuestiona el toro y al sitio donde únicamente ellos se sienten libres.
Si hay algún sitio reservado para mí en el cielo cuando se vislumbre el final de mi camino, solo pido a Dios que sea a su lado, porque ellos ya lo tienen ganado desde hace mucho aquí abajo.